Ocurre de esta manera porque en las neuronas se abre un canal iónico denominado TRPV1, el cual “activa” el dolor que puede producir enchilarse. Pero ese receptor también tiene que ver con inflamación, dolor neuropático, angina de pecho, artritis y cáncer; su principal función es avisar que algo está mal –desde que estamos comiendo demasiado chile, hasta que tenemos cáncer en los huesos, por ejemplo–, y que debemos ir al médico.
En el mundo varios grupos de investigación se han dedicado a entender cómo funcionan esos receptores, importantes para la detección de dolor producido por enfermedades, abundó la científica ante María Soledad Funes Argüello, directora del IFC; y María Dolores Valle Martínez, directora general de la Escuela Nacional Preparatoria.
Durante la conferencia inaugural de la Semana del Cerebro en el IFC, Tamara Rosenbaum recordó: aunque México es considerado país de origen del chile, al parecer vino de América del Sur, entre Bolivia y Brasil. Se trata de una planta solanácea; a esa familia también pertenecen el jitomate, la papa y el tabaco, por ejemplo.
Las plantas de chile son del género Capsicum. En nuestro país se cultivan tres especies en particular: C. annuum (jalapeño, serrano, poblano y morrón); C. chinense (habanero); y C. pubescens (manzano), añadió en el auditorio Antonio Peña Díaz de esa entidad académica.
El chile, destacó la científica, se ha domesticado durante ocho mil años; a partir de la prehistoria se realiza una selección y diversas cruzas de la planta, y se usa de forma continua, mencionó ante alumnos del bachillerato universitario.
En la conferencia ¿Qué tienen que ver los chiles picantes con el dolor? añadió que exploramos el mundo a través de los sentidos. “Todos hemos sentido dolor, esa experiencia subjetiva que produce una sensación desagradable”.
Hay dos capacidades de supervivencia importantes para los organismos: detectar cambios en la temperatura (termocepción) y el dolor (nocicepción), y eso lo logramos rápidamente para alejarnos de las situaciones que nos pueden dañar, detalló.
El dolor nos sirve para saber que estamos enfermos o nos hemos hecho daño; pero hay síndromes que impiden detectarlo, por ejemplo, la gente puede cortarse un dedo sin darse cuenta. Por eso, sentirlo es importante, como una capacidad de supervivencia, externó.
Este proceso es posible por la comunicación entre ciertos tipos de neuronas, que permiten pasar señales eléctricas a una velocidad rapidísima. “Esas células tienen bicapas lipídicas para protegerse; en tales membranas se deben mover cierto tipo de moléculas cargadas positiva o negativamente, llamadas iones. Y para que éstos se muevan a través de esa capa, se necesitan estructuras que les permitan el paso: poros llenos de agua llamados canales iónicos”.
Se trata de poros acuosos que se abren y se cierran de forma regulada; hay cientos de diferentes tipos de canales iónicos que responden a diferentes aspectos, y posibilitan generar esa electricidad que, en este caso, nos permite alejarnos del peligro.
Es decir, los canales iónicos permiten detectar estímulos, incluyendo los que hacen daño. Su actividad explica cómo podemos percibir el frío y el calor, o cómo tenemos moléculas que responden al dolor y al “chilor”.
Una familia de canales iónicos llamados receptores del potencial transitorio o TRP, tienen entre sus funciones ser receptores de estímulos nocivos; dentro de ellos están los TRP termosensibles que se activan por la sustancia presente en los chiles que pican, llamada capsaicina, acotó Rosenbaum Emir.
Aunque asociamos el chile al dolor lo seguimos comiendo, pero ¿por qué? Porque cuando lo comemos se liberan endorfinas en nuestro cerebro, las mismas que se secretan cuando corremos o hacemos otro ejercicio y nos hacen sentir felices. Por eso, “el chile tiene una característica casi adictiva”.
Wilbur Scoville, un científico estadounidense, creó una escala para determinar cuánto pica un chile; el número de unidades indica la cantidad de capsaicina que contiene cada uno. El más picoso, según el libro de Records Guinness, es el carolina reaper, que no es natural, sino que se logró a través de cruzar a otros.
Se sabe que la activación del TRPV1 por capsaicina produce dolor mediante experimentos con ratones genéticamente modificados que no tienen el receptor y no presentan respuesta a esa sustancia, expuso la experta.
También se sabe que los mamíferos nos enchilamos, pero las aves no, porque los canales iónicos son como rompecabezas formados por diferentes piezas, y si les falta una, no funcionan. Para que se active y se abra el poro, la “llave” y la “cerradura” deben ser muy exactas; y a los pájaros les falta un aminoácido para abrir esos canales.
Tamara Rosenbaum comentó que cuando nos enchilamos lo peor que podemos hacer es comer sopa caliente, o tomar tequila con limón; en cambio, se debe tomar leche o comer mantequilla.
INAUGURACIÓN
Funes Argüello rememoró que hace seis años esa comunidad se adhirió a la campaña global conocida en español como la Semana del Cerebro, que busca catalizar el entusiasmo y apoyo de la sociedad en general a las neurociencias. “Después de una pausa de tres años, los recibimos nuevamente en este auditorio”.
En el IFC, añadió, estudiamos diversos aspectos del sistema nervioso desde la perspectiva de la investigación básica; es decir, intentamos comprender cómo es que las reacciones bioquímicas generan cambios moleculares, que a su vez regulan el funcionamiento celular y, por lo tanto, lo que ocurre en los tejidos y en los individuos.
Sin planearlo, esta es la primera vez donde todas las ponentes son mujeres, resaltando el papel crucial que tenemos para el desarrollo de la investigación científica.
A su vez, Valle Martínez dijo que esa actividad (conformada por conferencias y visitas guiadas) es una invitación para que los jóvenes se acerquen a la investigación.
A los alumnos que asistieron de las preparatorias 6, 7 y 8 les sugirió aprovechar y aprender de esta oportunidad que les brinda la Universidad y el Instituto. (Boletín UNAM)