Avistar los equinoccios y otros sucesos orbitales permite verificar las teorías del movimiento del Sol, la Luna y los planetas, y determinar cuándo alcanzan alguna posición en la bóveda celeste, dijo el también editor del Anuario del Observatorio Astronómico Nacional.
“Conocer los instantes en que se dan estos eventos astronómicos nos hace pensar en los logros del intelecto humano, surgidos de la observación y comprensión del cómo y por qué acontecen los fenómenos de la naturaleza”.
Las fechas en que ocurren los equinoccios (de primavera, entre el 19 y 21 de marzo; y de otoño, entre el 21 y 24 de septiembre), el día y la noche tienen una duración igual.
Regularmente se acostumbra celebrar el equinoccio de primavera el 21 de marzo, pero no todos los años ocurre el mismo día, pues los calendarios hacen un conteo de días enteros, cuando los ciclos astronómicos se dan en números fraccionarios, advirtió.
La duración del año en el calendario (365 días) no coincide exactamente con el tiempo que tarda la Tierra en orbitar al Sol (un año solar es de 365 días y 6 horas aproximadamente), y debido a ese desfase la fecha de los equinoccios varía.
CALENDÁRICA MESOAMERICANA
El también especialista en astronomía mesoamericana expuso que en el México antiguo diferentes civilizaciones observaban los equinoccios y solsticios.
“En Teotihuacán, por ejemplo, si nos colocamos en el arranque de la escalinata principal de la pirámide del Sol, podemos observar en la cima del edificio el surgimiento del Sol, en los días en que ocurren los equinoccios, en los meses de marzo y septiembre”.
También en esas fechas, en la pirámide “El Castillo” o “Kukulkán”, en Chichén-Itzá, se observa el descenso de la serpiente emplumada durante el atardecer; de igual manera, desde el arranque de la escalinata poniente se puede ver el surgimiento del Sol a lo alto de la pirámide, al igual que en Teotihuacán, concluyó. (Boletín de la UNAM)