A ello se suma la falta de integración de políticas agroalimentarias, además de las vulnerabilidades político-culturales y socioambientales, acumuladas por décadas, dijo.
Desde hace 50 años, el campo mexicano pasa por crisis continuas y profundas, que han deteriorado el bienestar de la mayor parte de las familias campesinas e indígenas. Estas dificultades estructurales se agudizan por los eventos hidrometeorológicos extremos.
“La variabilidad climática y el registro cada vez más constante de sequías o de huracanes es una situación preocupante, y este panorama hace aún más frágiles a los pequeños y medianos agricultores, porque pierden el fruto de su trabajo, su inversión e incluso la tierra”, puntualizó Lazos Chavero.
Estos factores socioambientales, económicos y políticos, han llevado al empobrecimiento extremo de estas comunidades, con la subsecuente migración de los jóvenes, que buscan un trabajo estable y seguro. “Entonces, se pierde la mano de obra familiar, se origina un envejecimiento de la población del campo y se provoca la venta de tierras”, alertó.
Escaso apoyo
Para enfrentar esa situación, es necesario coordinar directrices ambientales, agroalimentarias (desde la producción hasta el consumo), de bienestar y salud, y que éstas sean el pilar de desarrollo para los pequeños y medianos productores, remarcó la universitaria.
También, se deben impulsar economías solidarias bajo alternativas comunitarias, tener un mercado que remunere justamente y brinde prosperidad a los agricultores, e incitar a los consumidores para que adquieran productos de los campesinos.
Sin embargo, en los últimos sexenios los grandes productores, principalmente los maiceros, han sido beneficiados con créditos y subsidios, mientras que “a los pequeños se les dio sólo asistencialismo social, por considerarlos familias pobres, y no cultivadores de la tierra con gran potencial para el país”, señaló.
Ha sido un grave error, porque ellos desean producir, pero necesitan políticas que les garanticen mejores precios para sus cultivos, y apoyos mediante programas que restablezcan los ciclos de fertilidad de los suelos (arruinados por el uso excesivo de agroquímicos) y la agrobiodiversidad, resaltó.
Agrobiodiversidad
Lazos Chavero, quien coordina un proyecto del Programa de Apoyo a Proyectos de Investigación e Innovación Tecnológica, bajo ese eje, refirió que en el caso del maíz blanco, principalmente para el consumo humano, alrededor del 35 por ciento que se cosecha proviene de grandes productores (con superficies mayores a 50 hectáreas), y de 50 a 65 por ciento de pequeños y medianos agricultores (con extensiones de cinco a 50 hectáreas) de Chiapas, Oaxaca, Veracruz, Puebla, Tlaxcala y Jalisco, entre otros.
Asimismo, recordó que antes había gran agrobiodiversidad, pues además de múltiples variedades de maíces, se sembraban frijoles, chiles, calabazas y tubérculos; ahora hay monocultivos, lo que implica una pérdida importante de productos alimentarios, y con ello un debilitamiento en el control de las semillas por parte de los pequeños y medianos agricultores.
“Los consumidores también tenemos un papel importante, pues se nos olvida lo que cuesta producir una tortilla; no pensamos en el esfuerzo, trabajo, organización y conocimientos que hay detrás de una taza de café, de un chocolate o de cualquier producto que consumimos diariamente”.
Por ello, reiteró, es imperioso adquirir alimentos mexicanos cultivados por pequeños y medianos agricultores. “Si adquirimos un kilo de arroz barato, producido en Asia, no sabemos en qué condiciones se produjo ni la calidad nutricional, y además traicionamos a nuestros agricultores. Urge un cambio sociocultural”.
Por último, Elena Lazos consideró que, si dejamos de usar agroquímicos, los cuerpos de agua se recuperarán de la contaminación y la calidad de los comestibles mejorará. (Boletín de la UNAM)